En ese mundo que me rodeaba nunca pasaba nada. Ningún hecho notable que se saliera de mi rutina y mereciera ser recordado. Todo a mi alrededor era monótono y vivir ahí era como una broma cruel. A veces decidía mezclarme con la gente y sentirme parte de ese mundo al que me habían involucrado sin mi permiso. Un mundo de mentira, de un cartón-piedra tan malo que si soplabas un poco se caía, y si te fijabas demasiado le podías ver los defectos. Un mundo del mismo cartón-piedra que aquellas mujeres a las que la sociedad adora, tan diferentes de las mujeres que te cruzas por la calle.
Yo no entendía cómo en un mundo dónde millones de gentes mueren diariamente por el capricho de un loco, podía haber alguien que saliera por la televisión diciendo lo feliz que era por haberse comprado una aspiradora. A veces me preguntaba si el vagabundo y mendigo de la esquina sonreirían si les regalaba una aspiradora. Pero no. Por eso al final siempre les acababa prestando trocitos de mi vida que, por cierto, aún no me han devuelto.
Tampoco entendía cómo la gente podía ir por la calle sin mirar a los ojos de los demás, y porqué cuando lo hacían era con tristeza, miedo, recelo, e incluso con desconfianza... Con el tiempo aprendí a caminar de puntillas pasando inadvertida entre aquel mar de miradas, sorteándolas con la cabeza gacha, no fuera que me contagiaran de esa tan rara enfermedad llamada infelicidad que contrajeron antes incluso de empezar a vivir.
¿Por qué si se hablaba de superpoblación había tanta gente sola, sin el calor de otro corazón con el que latir a la par?
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